Bienvenidos a nuestra web

   ¿Usted también cree que la lectura se está convirtiendo en un placer tan de minorías como el paracaidismo o acostarse con supermodelos? Igualmente no se asuste, aquí no hay textos lacanianos ni difíciles de digerir; eso sí, tampoco va a encontrar grandes genialidades. Pase y lea tranquilo. Todo lo escribí yo, y no le voy a cobrar ni un centavo.  

Aviso a los visitantes

   Mi nombre es Claudio Centurión, y soy (a veces me avergüenza admitirlo) el autor material e intelectual de todo lo que sigue. Espero que les guste.

No le tenga miedo al Libro de Visitas. Deje sus impresiones. Siempre sirven.

   Cuando yo era chico, escuchar rock era prácticamente una excentricidad. Entre la precariedad de los medios que no estaban en sintonía con lo que sucedía en el globo, y los gobiernos dictatoriales que prohibían esa música por considerarla depravada (¡qué dirían hoy de Miley Cyrus!), el rock no circulaba mucho por la Argentina de los años setenta. Apenas llegaban por alguien que iba y los traía de Estados Unidos, algunos discos de Queen o Kiss, o eventualmente de Led Zeppelin, principalmente porque allá esas bandas directamente explotaban. Y así, gracias a esos vinilos que escuchábamos a escondidas en la casa de mi amigo Víctor y que eran la atesorada propiedad de su hermano mayor, pegados a un Wincofon en el patio trasero de la casa mientras comíamos mielcitas sin temor a los gérmenes que infestaban esas bolsitas de plástico manoseadas por medio mundo antes de que entraran en nuestras bocas, conocí por primera vez los increíbles solos de guitarra de Brian May, los distorsionados acordes de Gene Simmons y las melodías alucinógenas de Jimmy Page. Era un mundo nuevo que estallaba adentro de mi cabeza en forma de sensaciones hasta entonces inimaginadas, y que quedarían grabadas para siempre en ese cerebrito permeable como quedan las cicatrices de las quemaduras.

   En el mundo que nos rodeaba, mientras, los que sonaban eran todos los integrantes del Club del Clan, Camilo Sesto, Monolo Galván, Demis Roussos, Tormenta, Violeta Rivas, Heleno, El Cuarteto Imperial y un jovencísimo Jairo que por esos días se hacía llamar Marito González, entre otros. Todos dedicados a las canciones melódicas, o a la música simplemente bailable, que servía para las fiestas y pachangas.

   Y hoy ya pasaron cerca de cuarenta años de aquellas tardes de verano en el patio trasero de la casa de mi amigo Víctor, al que no veo hace décadas, pero me sigo sintiendo un excéntrico. Ahora escucho rock en discos compactos tomando mate junto a mi equipo digital Sony Genezi, mientras a mi alrededor los que copan el mundo actual son Ricky Martin, Romeo Santos, Chayanne, Maná, Pitbull, Carlos Vives, Prince Roy y otros parecidos, dedicados a las canciones melódicas, o a la música simplemente bailable, que sirve para fiestas y pachangas.

   Entonces, inevitablemente, me vienen preguntas a la cabeza: ¿me quedé en el tiempo, o el tiempo fue y vino? ¿O nunca cambió, como yo tampoco? ¿Siempre fui un dinosaurio que va en contramano? ¿Todos los demás rockeros se murieron y no me enteré? ¿O hay otros, escondidos por ahí, tomando mate solitarios junto a un equipo de música huyendo de los canales de videos musicales? Mejor me voy a escuchar rock, que me despeja la cabeza con aquellas sensaciones inimaginadas… 

UN CUENTO FANTASTICO

   El 17 de Septiembre de 1985 fue un día muy fuera de lo común. Se podría decir que para esta altura de los acontecimientos – mediados del año del Señor de 2014 – ya existe mucha gente que no estuvo en este mundo ese día (mi hija Julieta, por ejemplo) y no saben acerca del extraño e increíble fenómeno sucedido ese martes por la mañana.  Algunos de estos muchachines de las nuevas generaciones pensarán que se trata de un mito, y hasta de una flagrante mentira, pero seguro hay otros más viejos y memoriosos que habrán sido testigos del suceso y que lo tendrán grabado en la retina, como yo.

   Ese día amaneció soleado, preludio a la primavera cercana. El cielo azul estuvo diáfano e impoluto como el mar del ártico, hasta que cerca de las siete de la mañana apareció “el objeto”. Era una esfera plateada, estática en medio del firmamento con nada ni cercano que la oculte, la confunda o la opaque. Emitía destellos de la luz del sol y permanecía estacionaria, como el ojo de algún dios vigilante. Desde luego que abajo, donde todos los mortales estábamos admirándolo, reinaba el desconcierto y la fascinación. Sonaban los teléfonos y todos los programas de radio no hablaban de otra cosa. Aunque hoy parezca difícil de creer a la mayoría, ese día fuimos miles y miles los que vimos “el objeto” flotando en lo más alto de la bóveda celeste, mostrándosenos sin tapujos para que lo adoremos.

   La increíble presencia duró varias horas, como para que no quedaran dudas de su existencia. Por esos días Internet todavía era un sueño y la tecnología no era para casi todos como hoy, por lo que algunos más despabilados y con posibilidades corrieron a sus telescopios para obtener imágenes más certeras. Y nadie lo pudo creer. “El objeto” no era una esfera en realidad; era un bruñido plato platinado. Y lo más increíble es que además mostraba una especie de vara igualmente bruñida en su parte inferior que apuntaba hacia abajo como una antena, más una columna de luz como de electro en su parte superior. Un diseño que no se le hubiera ocurrido ni al más loco conjeturador de ciencia ficción que haya vivido hasta entonces.

   “El objeto” se marchó en silencio y sin estridencias, como apareció. Dejó muchos interrogantes, como por ejemplo su tamaño. Se lo veía con claridad, a pesar de que se demostró que estaba casi en la estratósfera. También llamó la atención que todas las horas que permaneció a la vista estuvo en el mismo lugar del cielo, lo que indica que se movía a la exacta velocidad de la Tierra. Y lo peor; nos dejó con la certeza de que ahí afuera, más allá del alcance de nuestra pequeña vista, existen cosas que pasean por el universo y de tanto en tanto se toman la molestia de venir a vernos, a hacernos saber que están ahí, aunque nosotros no lo creamos.     

FRAGMENTO

   No te olvides nunca de esto, porque cada instante de nuestras vidas es valioso, como así también efímero; pero como las estrellas fugaces, hay que disfrutarlos mientras duran porque nunca vuelven. Y muchas de esas personas vivieron sus días así, aunque hoy, separados por el insalvable abismo del tiempo, sólo pensamos en ellos como fríos nombres desprovistos de vida propia. Esos nombres que hoy sólo pueden parecerte apenas una combinación de letras, fueron gente cargada de sentimientos, con sangre caliente corriendo por sus venas y con mil ideas bullendo en sus cabezas como hoy te sucede a vos. Por eso yo, que apenas soy un pobre ángel guardián, que tranquilamente puede ser confundido con el trinar de un gorrión lejano o con una gota de rocío fresco, sólo puedo aconsejarte que moldees tu destino de la mejor forma que tu conciencia te lo dicte, esforzándote por ser una mejor persona todos los días porque eso es lo que te permitirá dormir tranquila por la noche, y que tus contemporáneos y los que te seguirán te recuerden con una sonrisa, que es la mejor forma de ser recordado.

FRAGMENTO

   Abrí los ojos al atardecer. Me hallaba otra vez en mi cuarto del Hotel Inti con el piyamas puesto y arrebujada en la cómoda cama enorme. A través del vidrio "plexiglass" vi las luces de mercurio del complejo de esquí reflejándose con tonos eléctricos en la nieve espesa. Algunos copos muy pequeños bajaban del cielo oscuro y encapotado describiendo piruetas caprichosas.

Poco a poco volvieron a mi cabeza los eventos de la mañana. El alegre descenso en esquíes junto a Trece, el romántico paseo en la moto para la nieve entre los pinerales nevados... la persecución y la lucha con aquellos asesinos también.

   Al intentar moverme descubrí que algunos piquetazos de dolor se ensañaban aún con mi cadera, el hombro derecho y mi cabeza todavía abombada. Recordé a la solícita chica que me ayudó a subir a la habitación más como si la hubiera soñado que como si realmente hubiera sucedido, y cómo me condujo con mucha paciencia hasta el baño para que entrara en la ducha caliente.

   En la mesa de luz había un vaso por la mitad de agua y un blister de pastillas analgésicas del que faltaban dos comprimidos, pero ya no había ni rastros de la chica. ¿Cómo se llamaba? Tenía un nombre hermosos y algo exótico. Alia.

   Y hablando de nombres exóticos, también estaba Trece Conejo; aquel Adonis que mi amigo y socio Oscar Spaccasassi acusaba de sanguinario peligroso, pero que ahora a mí no me lo parecía tanto. Sí, era cierto que lo vi luchar contra dos hombres a la vez de manera bastante salvaje, pero ¿qué podía juzgar yo, que había apaleado a un tipo al que previamente le rompí una rodilla?

   La última vez que vi a Trece se lo llevaban en una ambulancia muy mal herido. Tenía que averigüar adónde, e ir a verlo. Me pareció un poco alarmante que mi interés por él había dejado de ser estrictamente profesional - como si ser la guardiana de una reliquia maldita fuera una profesión - y se estuviera convirtiendo en algo más.

  Haciendo un esfuerzo que parecía estar muy por encima de mis posibilidades, me incorporé en la cama. Todo a mi alrededor dio unas vueltas vertiginosas y algunos escombros sueltos parecieron desparramarse adentro de mi cabeza aturdida. Cuando las réplicas del sismo que sólo sacudió mi habitación se fueron calmando, me puse de pie. Zumbidos y tambores comenzaron a alternarse en algún lado debajo de mi cráneo pero los ignoré. Con paso decidido fui hasta el placard y comené a vestirme con rapidez.

FRAGMENTO

1

   La lluvia, tan copiosa que parecía casi de color blanco, caía a plomo sobre la ciudad. Era una precipitación pesada, sin viento, que no permitía ver más allá de unos metros. Recién era la media tarde, pero el cielo estaba tan negro como si fueran las diez de la noche. El enorme auto blindado en el que Gabriela Redín viajaba rumbo al edificio de sus oficinas parecía golpeado por balas, o por lo menos esa era la sensación que ella tenía.

   Intimidada por esta idea de ser el constante blanco de una balacera, la mujer no miraba el paisaje de la ciudad mojada e iluminada con el alumbrado público y el neón multicolor de sus carteleras y marquesinas. Junto a ella, con la mirada aguda sí puesta en los alrededores del auto que marchaba lentamente en el tráfico, su guardaespaldas Horacio Valenzuela iba en el otro extremo del asiento de cuero.

   - Ya estamos a apenas tres cuadras – comentó el hombre. Horacio era fornido, de tez morena y vivaces ojos negros que transmitían cierta dureza a todo aquel que se fijara en ellos; excepto a Gabriela. Para con ella su gesto y su mirada se ablandaban instantáneamente, y la mujer le confiaba ciegamente su seguridad y la de su valor más preciado, su hijo Lucas.

   - Qué lástima, ¿no? – contestó ella como saliendo de un trance e intentando forzar una sonrisa triste.

   Todavía estaban grabadas a fuego en su alma y su memoria las imágenes del asesinato de Daniel, el hombre con el que estuvo casada durante los diez años más felices de su vida.

   El lujoso vehículo entró en el garaje cuyo enorme portón metálico se abrió automáticamente, accionado por un control remoto en poder del chofer. Gabriela sintió en su sensibilizado fuero íntimo que era tragada por aquel edificio que ella odiaba, el edificio de Empresas Aldán. Mientras el auto rodaba silenciosamente en la desaforada cochera desierta chorreando agua, se alisó la falda del traje entallado color azul que llevaba puesto para enfrentar otra de aquellas desgastantes reuniones de directorio. Si bien ella era la accionista principal tras haber heredado de Daniel Aldán el cincuenta y cinco por ciento de las acciones, odiaba todo lo que tenía que ver con aquel imperio que la había convertido en una de las mujeres más ricas del país, y que había ocasionado la trágica muerte de su esposo. Hubiera entregado con todo gusto aquella tremenda fortuna que ya no disfrutaba sólo porque le devolvieran a Daniel.

   Horacio se bajó del auto primero, como era la costumbre, y tras otear fríamente a su alrededor abrió la puerta de su protegida para que bajara. Como era costumbre también, Gabriela susurró un “gracias”, y al pasar junto a él le quitó un largo cabello rojizo de la solapa de su impecable traje negro.

   - ¿La de siempre, u otra pelirroja nueva? - Su guardaespaldas tenía cincuenta y un años, pero se mantenía en excelente estado físico.

   - La vida es constante cambio, señora. – Horacio Valenzuela ablandó por un instante su gesto adusto, pero su ceño volvió a fruncirse inmediatamente cuando se abrieron las puertas del ascensor al que habían llegado.

   El cubículo de paredes metalizadas y espejos relucientes era amplio e iluminado en exceso, lo que junto a la presencia de Horacio le proporcionaron a Gabriela la momentánea noción de seguridad que necesitaba sentir desde que abandonaron el caserón. El ascensor comenzó a moverse casi imperceptiblemente una vez que las puertas volvieron a cerrarse y él oprimió el botón del décimo noveno piso, alejándolos de la cochera subterránea. Los dos iban en silencio; él con la vista fija en la botonera bruñida y de luces azules, ella con la mirada perdida en el espejo que tenía a un lado.

   Gabriela Redín tenía treinta y seis años, y recién en los últimos dos meses había comenzado a ganar el peso que perdió abruptamente tras el asesinato de Daniel. Su lacia cabellera rubia llegaba hasta sus hombros, y si bien los ojos de tonalidad verde y los labios carnosos la convertían en una mujer bella, sentía que la luz necesaria para ser atractiva se le había apagado para siempre. Únicamente se maquillaba para estas ocasiones, y sólo era para cubrir las azuladas ojeras que le habían aparecido dos años atrás.

   Retiró rápidamente la mirada de aquella sombra que veía en el espejo en lugar de su imagen, cuando el ascensor se detuvo. Era el piso diez.

   - Pensé que hoy no había nadie en la financiera… - dijo Horacio dando un paso hacia delante para interponerse entre las puertas y Gabriela. Éstas se abrieron y ella se tuvo que poner en puntas de pie para poder ver por encima de sus hombros anchos y tensos.

   - Buenas tardes – dijo el empleado de limpieza que empujaba un carrito con sus herramientas y enseres de trabajo e hizo un ademán para entrar al ascensor. Tenía el uniforme celeste de la empresa de limpieza y hasta una franela anaranjada colgando de uno de sus bolsillos.

   - Lo siento. Este está ocupado – le dijo fríamente Horacio deteniéndolo con un ademán. – Por favor tome el próximo.

   - Bueno, padre. Todo bien – contestó el empleado y dio un paso atrás esbozando una sonrisa que a Gabriela le pareció extraña, sin sentido en aquella situación. Horacio oprimió el botón para cerrar las puertas y llena de espanto ella vio cómo el empleado sacaba una pistola negra de la parte de atrás de su cinturón. Sin decir nada más, les apuntó y disparó.

   El estampido retumbó en el ascensor como si una bomba hubiera estallado en el mismísimo interior de la cabeza de Gabriela. Quiso gritar pero no fue capaz de emitir sonido alguno, sintiendo que la vida se le iba del cuerpo aunque el mismo no registraba el impacto. Todavía no comprendía que era su tambaleante guardaespaldas quien había recibió el balazo cuando el atacante volvió a hacer fuego, y esta vez sí gritó. Mientras sus rodillas se doblaban dejándolo caer, Horacio extrajo su arma y también disparó al asesino.

   Gabriela veía todo suceder a velocidad mucho menor que lo normal y con los oídos tapados. El que se había hecho pasar por empleado de limpieza para matarla como antes hicieron con su esposo recibió el tiro de Horacio en uno de sus brazos, pero volvió a disparar para terminar con su trabajo. Siempre detrás de su protector y cayendo al piso junto con él, supo que la tercera bala también dio de lleno en el cuerpo exánime del hombre del traje negro. Paralizada por el espanto, aturdida y con el pesado cuerpo de Horacio sobre ella, Gabriela continuó gritando sin pensar en nada más.

   FRAGMENTO

   Con las siempre precisas instrucciones de Oscar, conduje el vehículo lo mejor que pude de vuelta al Hotel Inti llevando al moribundo Trece que hizo la mayor parte del trayecto desmayado, pero siempre con sus manos apretadas sobre mis pechos. Debo admitir que aquello no me molestó en absoluto; como también tengo que reconocer que aprendí rápidamente a manejar la motonieve gracias a las explicaciones de mi inteligente compañero, que había aprendido a hacerlo sólo unos instantes antes leyéndolo de un manual que halló en internet.

   Llegué a la entrada del hotel tocando bocina y gritando tan enajenadamente, que un buen grupo de gente se juntó a nuestro alrededor cuando detuve el motor. Varios hombres cargaron a Trece y lo condujeron al lobby con celeridad, dejando a su paso un reguero de sangre color bermellón.

   Nadie me prestó atención.

   Mientras alguien que se había declarado médico comenzó a hacerle los primeros auxilios y se encontró con los vendajes que yo había improvisado ya saturados de sangre, los empleados del Inti trajeron la ambulancia que permanecía preparada en el centro de esquí. Ya en el interior del salón, y lejos del tumulto de gente nerviosa que se agolpaba inútilmente alrededor del hombre moribundo que yo había traído del medio del bosque, me dejé caer pesadamente sobre uno de los lujosos sillones de tapizados blancos del lobby.

   Con los pies húmedos y la ropa embarrada, agotada y dolorida por el esquí y la lucha en la nieve, estaba al borde del quebranto absoluto. Sentía que de un momento a otro rompería a llorar a los gritos, pero un nudo en la boca del estómago me impedía emitir sonido alguno. Como en un sueño, vi confusamente que entre varias personas cargaban a Trece en una camilla y volvían a sacarlo del hotel apresuradamente. Quise ponerme de pie y correr tras ellos para acompañarlo en la ambulancia, pero mis piernas sólo parecían conocer un movimiento: el temblor.

   Cerré los ojos que comenzaron a inundarse abandonándome a un inminente desmayo; o tal vez a una muerte súbita ahí mismo, en el sofá.

   - Hola – dijo entonces una voz dulce, obligándome a volver al mundo de los vivos. Abrí mis ojos empañados para encontrarme con una hermosa mirada verde, de esas que se tornasolan con pinceladas de miel según les de la luz. – Soy Alia – volvió a decir la chica de larga y sedosa cabellera castaña clara, al tiempo que me ofrecía un vaso con agua.

   - ¿Ya me morí? – le pregunté tontamente, porque por ahí me había muerto en el sillón y ella era un ángel. Alia miró alrededor nuestro e iluminó todo con una fresca sonrisa adolescente de dientes blancos.

   - No lo creo – me contestó divertida.

FRAGMENTO

   Tic tac, tic tac. El antiguo pero siempre noble reloj sobre su escritorio marcaba el compás del tiempo que transcurría con exasperante lentitud. El doctor Rezk se descubrió mirando por centésima vez su teléfono celular que parecía querer estallar de tantas llamadas perdidas, todas de ella. A pesar de su belleza, el doctor le temía a Silvina tanto como casi todos sus demás empleados. Al principio, cuando consiguió que ella lo contratara como jefe de laboratorio, la había considerado la mujer más cautivante que había visto en su vida. Joven (él ya había pasado la segunda mitad de los sesenta), atractiva, millonaria, de carácter fuerte… Tic tac, tic tac. Pero el tiempo le había ido mostrando a la real Silvina: implacable, intolerante, exigente hasta el paroxismo. Y ahora era esa misma tromba arrasadora la que lo estaba buscando hasta debajo de las piedras, como era la costumbre de ella cuando quería encontrar a alguien. El teléfono de su casa también había sonado ya como catorce veces, pero él no lo atendió jamás.

   Tic tac, tic tac. Y el único llamado que había estado esperando no llegaba. Leonel lo asustaba tanto como Silvina con su mirada torva, su aspecto abandonado y el olor almizcleño que le brotaba por los poros siempre enfermos, pero no tenía otra salida más que soportarlo hasta que toda aquella locura en la que ella y él lo habían metido se termine al fin. Tic tac, tic tac. El reloj que también lo presionaba insoportablemente no detenía su marcha tan implacable como Silvina, tan temible con Leonel.

   Leonel había sido su alumno en la facultad. Un cerebro brillante encerrado en una personalidad oscura y un cuerpo denigrado por la naturaleza, pensó. Él mismo había fabricado la loción con la que contrarrestaba el olor producido por sus propias glándulas sudoríparas mal formadas, lo que había sido todo un logro ya que hasta el momento, ese producto no existía. Tic tac, tic tac. Y esto lo había animado a apoyar y ayudar al que en ese entonces había considerado “el pobre Leonel”. Pero de pobre, Leonel sólo tenía lo económico. Tarde había descubierto que cuando lo llamó la primera vez, desesperado porque su terrible jefa lo había encomiado a que le fabricara un producto degenerativo (todo lo contrario a lo que él estaba acostumbrado a preparar), su antiguo alumno no se ofreció a ayudarlo simplemente porque sí. Si bien Leonel no demostró ningún interés en la generosa cantidad de dinero que él le ofreció, su precio se había vuelto ahora excesivamente caro. Aquel monstruo no quería plata; quería acercarse a Silvina.

   Tic tac, tic tac. Y ahora estaba atrapado. No se había demorado ni un minuto en preparar el aceitoso líquido verde cuya fórmula el muchacho le trajo anotada en un arrugado papel pringoso, como tampoco se tardó en llevarle el frasquito con el veneno aquel a Silvina. Después se enteraría que ella utilizó esa abominación con una pobre rubia tonta por la que ahora sentía lástima, ya que la acción sobre la piel sería espantosa. Tic tac, tic tac. Ahora Silvina, la terrible Silvina, le pidió el antídoto. ¿Cómo le explicaría que no tenía ni la menor idea de cómo hacer un antídoto para ese horror?

   Había llamado veinte, treinta, cuarenta veces a Leonel para pedirle esa cura impensada, y éste no lo había atendido como él estaba haciendo con su jefa. Jamás había tenido la idea de preguntarle dónde vivía. Cuando al fin le contestó el llamado, Leonel le dijo que jamás le daría el antídoto.

   Tic tac, tic tac. El doctor Rezk pensó que se volvería loco. Cuando Silvina se enterara que él no había sido el autor de la fórmula, y mucho menos que podría ser el de su antídoto, la mujer lo mataría. Aún peor, lo destruiría. No volvería a trabajar de químico nunca más en ninguna parte del país. Con suerte podría ser taxista. Tic tac, tic tac. Como último recurso - aunque el nunca se había considerado un hombre valiente -  amenazó a Leonel con que lo denunciaría, que lo enviaría a la cárcel. Después de todo, él era el jefe de laboratorio de Marvelous; podía hacer algo así.

   Para su sorpresa, Leonel había accedido a verlo luego de la amenaza. Ahora lo aguardaba desde hacía una hora en su casa solitaria con la única compañía del reloj que se esforzaba por destrozarle los nervios. Le dijo que lo esperara solo si es que quería el antídoto, y que no le hablara a nadie sobre todo esto. Él cumplió. Nadie sabía que se encontrarían esa noche. Un ruido en la ventana. Tic tac, tic tac. ¿Por qué entraría a la casa subrepticiamente sin llamar? Alguien apareció en el rellano de la puerta, camuflado en la penumbra. Era Leonel. Tarde se dio cuenta para qué quería ese loco que nadie supiera del encuentro; tenía un martillo en la mano y la mirada más torva que nunca. El doctor quiso gritar pero no hubo tiempo. Un instante después de sentir el olor rancio de Leonel, éste le descargó un martillazo en la cabeza. Tic tac, tic…

FRAGMENTO

Hola, Benjamín. ¿Cómo estás? Yo soy Arcibel, tu ángel de la guarda. Es posible que algunas veces me confundas con el canto tímido de un jilguero, o con ese silencio repentino que se produce justo antes de quedarte dormido. A veces soy también una brisa cálida con perfume de caramelo de limón, que de vez en vez te roba una sonrisa; porque los ángeles somos invisibles y etéreos, pero siempre siempre andamos revoloteando cerca.

   No hace mucho, porque los tiempos de los ángeles no se parecen tanto a los tiempos de las personas, se me encomendó tu custodia, noticia que recibí con enorme alegría. Antes lo fui de tu prima Julieta, junto a quien di mis primeros pasos en este hermoso oficio que es el de ser ángel de la guarda; pero ella ya creció y no necesita más de un custodio. Así que ahora aquí estoy, observando atentamente cómo das tus primeros pasos y comienzas a investigar con curiosidad el mundo que te rodea. Te adelanto que a veces puede ser un poco cruel e injusto, pero también tiene muchas cosas bonitas para ofrecerte como la amistad, el amor, viajar, comer chocolates y ver puestas de sol. 

 A DOS PASITOS DEL 43

   Haciendo números fríos, me sobreviene la innegable certidumbre de que ya pasé la mitad del camino; por lo que no es un mal momento para arriesgar algún pequeño recuento de esta vida que, por suerte y agradeciéndolo todos los días, fue y es bastante benévola conmigo.

   Vi - aunque sin comprenderlos - los violentos años setentas, a pesar de lo cual los recuerdos de esa época dan la sensación de tener colores más vivos y brillantes porque fueron vistos con ojos de niño. Por esos días, el año 2000 prometía autos voladores y robots parlanchines que nos servirían la cena.

   También vi los inolvidables ochentas, que trajeron los felices años del colegio secundario, la fiesta interminable, el primer amor, los amigos que hoy llevan conmigo más de treinta años (¡me duraron más que el cabello!) y mi todavía persistente relación con las letras, que más que de amor es de simbiosis. Por ese entonces, el año 2000 prometía hombres biónicos y vacaciones en la luna.

   Tambien vi, obviamente, los vertiginosos años noventas; donde maduré tanto que casi casi ahogo a mi niño interior. Y como dijo el gran Charly, "yo que morí en el altar", pero que al fin reviví de mis cenizas como el pájaro que se inmola a lo bonzo. Con el último tramo de esta década llena de cambios llegó mi hija, lo mejor que me dio la vida. En esos tiempos, el año 2000 prometía que ya íbamos a pertenecer al primer mundo.

   El año 2000 vino y se fue tan rápido que si no fuera por la psicosis del Y2K, ni nos dábamos cuenta. Además, no cumplió con ninguna de las promesas que nos había hecho.

   Hoy ya pasaron cuatro años de la década del 10, que me zambulló de lleno en el mundo de los adultos y todas sus vicisitudes a veces incomprensibles. Hoy estoy a dos semanas de cumplir 43 años, y me pregunto si no son muchos. Inmediatamente me digo que sí; ¡pero vamos que todavía queda gasoil para recorrer un buen trecho! Todavía hay muchas cosas por ver, hacer y conocer; todavía hay vida por delante y años para seguir agradeciéndole a la vida su benevolencia.

   Vamos por más, que el vaso solamente está medio lleno, y aunque baqueteada, la máquina todavía carretea siempre pidiendo pista para echarse a volar. Tal vez 43 son muchos, pero no todos. Toco madera.

FRAGMENTO

   " Sin querer un día me vi reflejado en sus ojos de ónix, que eran como dos copas de cristal que contenían fuego verde. Y ese fuego, en apariencia calmo, entibiaba como un hogar en invierno si no te acercabas demasiado. Lamentablemente, me acerqué tanto a ellos que me redujeron a cenizas".

FRAGMENTO

La oscuridá hizo desaparecer La Pampa más rápido ´e lo normal, porque los nubarrones enseguida taparon la poca luz ´el sol que ya caía en el horizonte. Nos veíamos las caras gracias al fueguito que se había hecho en la boca ´e la enramada, del lao contrario al que venía la lluvia. Masticamos charqui con algunas galletas y empujamos todo al buche con el infaltable mate amargo que servicial, cebaba sin cansarse el peón al que mentaban Jacinto.

   El viento frío y las gotas gruesas ´e color blanco llegaron en el mismo instante. Nuestra improvisada techumbre ´e ruca se sacudió como potro chúcaro pero no cedió, lo que dejaba bien demostrao que mis dos cuñaos – que levantaron la enramada – conocían al pie lo que estaban haciendo. Habían sabío aprovechar, a la fija enseñaos por la antigua sabiduría ´e sus antepasaos araucanos, los arbustos pa´ usarlos a modo ´e parantes que sostenían los cueros de toro extendíos que pusieron bien abiertos pa´ que hicieran ´e techo. Con ramas cortadas a machete reforzaron los lugares donde las copas ´e los arbustos no eran suficientes y dejaban huecos, además ´e acomodarlas en los costaos pa´ que oficiaran ´e paredes en nuestra pasajera tapera ´el desierto.

Hace apenas unos días escribí una lista de las cosas que no me gustan; y hoy, a raíz de una simple anécdota doméstica, descubrí que también existe una lista más bien vergonzante de las cosas que no sé hacer. No estoy hablando de cosas tales como pilotear un transbordador espacial, resolver ecuaciones de física cuántica o entender a las mujeres, menesteres que apenas domina una élite exclusiva de gente; no, me refiero a las pequeñas cosas cotidianas que no sé hacer y que uno da por descontado que todos sabemos hacer. Vaya como ejemplo la anécdota de hoy: tuve que pedir que me doblen dos remeras que quería volver a guardar en el placard. ¡No sé doblar remeras para guardarlas!

   Claro que recibí toda clase de críticas y burlas, pero confieso que es algo que no sé hacer, y creo firmemente que jamás voy a aprender a hacerlo. Es tan imposible de comprender por mi pobre intelecto neandertaliano como las misteriosas maniobras necesarias para hacer el nudo de una corbata; o cómo preparar una tarta de jamón y queso. La de choclo ni hablar. Es magia.

   No sé si somos pocos o muchos los hombres que, como yo, no sabemos planchar la raya del pantalón, o que no entendemos ni entenderemos el arcano incógnito de zurcir una media, pero hoy acá estoy, dándome cuenta de que siempre hay una madre, una esposa y hasta una hija o una abuela conocedores de nuestra inutilidad, dispuestas a ayudarnos con esas cosas que como buenos ignorantes de las cosas reales de la vida no nos damos maña para hacer. A todas ellas; ¡gracias!  

FRAGMENTO

XXXV

   Después de dar una vuelta por el “Akra”, o parte baja de la ciudad, deambulando por sus angostas y enmarañadas callejuelas en desnivel que con la lluvia se habían convertido en lodosas torrenteras, volví al palacio de Herodes pasado el mediodía. Para mi alivio, el buen Flavio había dejado la consigna en la guardia de entrada para que me dejaran pasar ni bien yo llegara, y ninguno de los pretorianos que custodiaban la puerta principal me hizo pregunta alguna. Por su parte, Marcelius también había conseguido volver a la fortaleza Antonia sin muchas dificultades, ya que acertadamente Flavio también se había encargado de avisar que el soldado persa había salido a visitar Jerusalén.

   A Herodes era imposible verlo ya que según nos dijeron, andaba por esas horas muy ocupado con el tema del recrudecimiento de los ataques subversivos que estaban sembrando el terror en la capital de la Judea, lo que me ahorró el engorroso trámite de tener que darle explicaciones por mi súbita desaparición del palacio.

   - Gracias a eso nos salvamos todos de sufrir en carne propia la ira de Herodes el Grande – me dijo Flavio, quien tras recibirme en el hall principal me condujo a mis habitaciones. – Está todo mojado; así se va a pescar un resfriado. Ya mismo me ocuparé de que la esclava que se le asignó, y que espero sea de su agrado, le prepare un buen baño de agua caliente. – El hebreo continuó hablando acerca de que su rey sin dudas ni siquiera se había enterado de nuestra salida, por eso estábamos momentáneamente a salvo y muchas otras cosas más que yo simplemente oí como antes había oído la lluvia golpetear incesante en mi capucha.

   Al entrar en mis aposentos chorreando agua y barro, con el rostro todavía pálido por el horror de haber sido privilegiado testigo de uno de los sangrientos ataques zelotas, Lina se ocupó afanosamente en quitarme la ropa mojada – solo la dejé hacerlo hasta la túnica interior esta vez – e instruida por el ayudante de cámara se puso inmediatamente a prepararme un baño bien caliente. Para cuando Flavio se fue, recomendándome por centésima vez que no dijera ni una palabra sobre el incidente en la puerta del Templo, el baño ya estuvo listo. El contacto con el agua prácticamente hirviendo fue un verdadero bálsamo para mi cuerpo helado y entumecido, además de estar aromatizada con sales y esencias que la joven esclava volcaba en la bañera de mármol que había en los baños de mis aposentos.

   Cerré los ojos y por unos instantes deseé que nada me obligara a abandonar aquel estado de placidez que me hacía tanta falta sentir, olvidándome por un momento de todos los problemas que debía afrontar en las próximas horas. Lentamente el agua aromatizada me había ido relajando, al tiempo que solícita Lina me frotaba la espalda con una esponja suave que pronto me sumió en un agradable trance. Estaba a punto de dormirme como un bebé cuando al mismo tiempo escuché abrirse la puerta y las manos gentiles de mi esclava se detuvieron. Kyla gruñó amenazadora – estaba en una esquina echada observándonos – y yo abrí los ojos alarmado por el ruido de unos pesados calzados militares caminando en los baños.

   El asombro y el espanto me dejaron paralizado.

   A nuestro lado, custodiada por dos pretorianos armados y de miradas intimidatorias,  la Dama de Fuego nos sonrió. No pude evitar captar un dejo de malignidad en esa sonrisa que hechizaba, y mi piel se erizó repentinamente. Lina debió de haber sentido algo parecido, porque instintivamente se alejó un paso de ella.

   - Por Marduk...

   Con la voz firme, la mujer ordenó algo a Lina en arameo y ésta salió de la estancia sin abrir la boca. Estaba ataviada con un nuevo y aún más sensual vestido rojo, cuya parte superior era de una fina gasa transparente que dejaba ver sus firmes pechos cautivantes como frutas maduras. Estaba maquillada como para una fiesta, y su cabello flamígero lucía peinado con un alto tocado que dejaba desnudos su cuello y hombros sensuales. Atravesándome con su fulgurante mirada verde, cuya lujuria despertó en mí otra vez ese instinto irresistible de ir hacia ella, la Dama de Fuego volvió a decir algo y los pretorianos giraron sobre sus talones marchándose también.

   Cuando nos dejaron solos, su gesto se tornó menos agresivo y con los estudiados movimientos de una gata extendió sus largas piernas blancas sentándose junto a mí, a un lado de la bañera.

   - Apuesto a que yo lo hago mucho mejor que tu mísera esclavita – dijo con tono burlón en su voz vibrante, y sin darme tiempo a contestar, la Dama de Fuego tomó la esponja y continuó frotándome la espalda.

   Tengo que confesar que, como la primera vez allá en el salón dorado, un embrujo sutil se fue apoderando de mi voluntad con velocidad vertiginosa. El adormecimiento dio paso a un raro éxtasis, que llegó a su clímax cuando ella volvió a hablar.

   - Te gustaría tenerme de esclava, ¿verdad, mago? – me susurró junto al oído, provocándome un estremecimiento tan intenso que ni siquiera pude disimularlo. – Sin embargo – volvió a decir con su voz magnética -, tal vez sea la esclava quien tiene poder sobre el amo... – tras decir esto, que en esos momentos apenas si entendí, ella arrojó en el agua un puñado de un fino granulado verde que no sé de dónde extrajo. Instantáneamente, toda la piscina se tornó verde como el jugo que se destila de las plantas, y un enérgico hormigueo me electrizó toda la piel allí donde estaba en contacto con aquella agua súbitamente verde.

   Obligado por esa potente sensación que para mí hasta entonces era desconocida, cerré los ojos y de inmediato los baños y todo lo que antes hubo a mi alrededor desaparecieron. Cómodamente recostado en una blanca y fresca nube como de algodón, me sentí plácido flotar en el aire. Una tranquilidad feliz se adueñó de mí y ya nada más me importó de todo lo que sucedía en el maligno mundo real.

   - ¿Te gusta esta sensación, mago? – oí como musicales campanas las palabras de la Dama de Fuego.

   - Sí.

   - ¿Entonces vas a decirme por qué estás aquí?

   - Sí. – Era imposible resistirse a nada en esos momentos.

   - Cuéntame.   

Ella siempre había sido Maricel la hermosa, la muñeca, la más linda. Desde que tenía memoria, su belleza había sobresalido por encima de las de todas las demás, donde sea que estuviese. Ninguna otra niña primero, ni ninguna otra chica después, pudo resistir jamás la prueba de la comparación con Maricel, la hermosa.
   Por eso ahora no podía entender lo que sucedía. Paralizada por el espanto, Maricel miraba la imagen que el espejo le devolvía aquella mañana sin dar crédito a lo que estaba viendo.
   Su hermosura extraordinaria la había convertido sucesiva e infaliblemente en la reina de la escuela, la reina de los estudiantes, la reina de la primavera, la reina universitaria y también en Miss Argentina. También, como era lógico, la había convertido en la mujer más amada, la más deseada. No había hombre en este mundo que tras conocerla no hubiese caído rendido a sus pies. Se decía que su belleza era un hechizo al que ningún miembro del sexo opuesto - y a veces al del propio también - era inmune.
   Pero... ¿quién la querría ahora?
   Maricel había descubierto a lo largo de su joven vida que su rostro y su cuerpo perfectos, como esculpidos por un artista loco de amor, le habían abierto muchas puertas. Siempre fue la preferida, tanto en las pequeñas elecciones como en las más grandes oportunidades que se le presentaron. Y todo aquello le había parecido normal, lo más natural del mundo. La vida era para los lindos, ¡y ella era la más linda de todos! Nunca, hasta ahora, lo había visto de otra manera.
   Pero hoy todo eso había cambiado completamente, en una sola noche inentendible. La imagen diametralmente distinta de ella misma que estab viendo en el espejo la había shockeado.
   Ya no era más Maricel, la bella.

FRAGMENTO

   Temía volver a dormirse porque la Muerte Gris lo visitaba todas las veces que trabajosamente conciliaba el sueño. Orlando Campodónico ya se sentía mejor del susto que se había dado en la casa de la finada Eleonora Mieres, pero ya nadie podría convencerlo de lo contrario; la Muerte Gris había regresado del infierno.

   Solo en la habitación donde lo habían ocultado – ni siquiera le permitieron comunicarse con su esposa Ana María – le pareció ver aparecerse a aquel demonio asesino unas cien veces junto a su cama, con la daga en alto, listo para matarlo. Sabía que ni siquiera en aquel hotel desconocido en medio de la ciudad desmesurada estaría a salvo. La Muerte Gris no era un ser de este mundo, y no habría rincón de éste donde pudiera esconderse de ella.

   Aun antes de que sonara el celular y la desesperada mujer policía se lo advirtiera, él ya se había dado cuenta que aquel demonio regresó para vengarse.

   - No me puedo comunicar con los demás – casi le gritó la suboficial escribiente por el teléfono – pero ya sé que es a usted a quien busca el asesino. Dígame dónde está que voy hacia allá.

   Ahora aguardaba a Paola Spadafora con tranquilidad. Si era cierto que la Muerte Gris lo buscaba, ya no se podía hacer nada al respecto. Era verdad que quince años atrás se habían enfrentado y él resultó vencedor (aunque por poco margen), pero ahora era un hombre mayor – justo el tipo de víctima de aquel monstruo infernal – y ya no contaba con la fuerza ni los reflejos de la juventud. Tenía su revólver Beretta cargado debajo de la almohada, pero no pensaba que eso lo fuera a ayudar en mucho. Ni siquiera la pobre mujer policía que venía a acompañarlo desde el otro extremo de la ciudad podría ayudarlo…

   Se estaba lavando la acara en el baño cuando oyó cómo alguien introducía la llave en la puerta de la habitación. Seguramente el subcomisario Leone o su ayudante de juguete se la habían dado; nadie más tenía esas llaves además de él mismo. Salió del baño para recibir a la policía y ofrecerle alguna gaseosa ya que descubrió que todas las que quisiera estaban pagas, pero se paralizó de golpe.

   De pie en medio de la habitación, con su gutural respiración de animal herido y la daga enorme en una de sus manos enguantadas, estaba la Muerte Gris. 

BUENOS AIRES, 2071

                                                                                                                                                                                 Claudio Centurión

   El tren llegó puntual a Constitución. Los escalones hidráulicos de mi vagón se desplegaron hacia el andén y bajé ayudado por un joven ocasional al que nunca más, sin duda, volveré a ver. Caminé lento, como de costumbre, entre la multitud de personas apuradas que corrían contra el reloj y contra las exigencias cada vez más salvajes de esta loca ciudad. Yo ya no quiero correr. Claro que tampoco puedo, puesto que necesito la ayuda de un bastón aún para caminar; pero si pudiera tampoco correría. Todavía tengo el estómago revuelto por el viaje. La velocidad del monorriel me provoca nauseas y me es imprescindible bajar la persiana de la ventanilla para no marearme cuando viajo. Tampoco hay mucho para mirar. Toda la zona sur de la provincia no es más que una inacabable sucesión de villas miserias, casillas prefabricadas que se caen a pedazos, edificios mohosos entre callejuelas tapadas de mugre y atestadas de gente casi indigente. Ciudades enteras que antes eran aceptablemente “normales”, fueron ganadas por la masa... no sé que futuro nos espera.

   Al fin llego a las escaleras mecánicas y alcanzo a subirme a uno de los escurridizos escalones que llevan a los estacionamientos subterráneos debajo de la plaza, junto a la vieja terminal de trenes. Soy un viejo pero todavía conservo bastante bien mi memoria; cuarto nivel. La infinidad de luces dicroicas suspendidas del techo iluminan todo el estacionamiento casi como si fuera de día, y no me cuesta nada encontrar el auto con una sola mirada. La empleada con cara de aburrimiento e insatisfacción me mira llegar indolente y no mueve ni uno solo de sus pelos. Cuando la saludo, solo infla un globo de color fucsia con el chicle que había estado masticando seguro desde hacía horas, y uno de sus dedos regordetes de uñas mal pintadas oprime una tecla de la computadora que junta mugre a su lado.

   - ¿Número? – pregunta de mala gana.

   - Cinco cinco nueve.

   Teclea las tres últimas cifras de la patente con una velocidad asombrosa que no pensé que ella pudiera llegar a desarrollar, y la máquina imprime el ticket. Sin esperar a que me la pida, saco mi tarjeta y se la alcanzo a través de la ventanilla tras la que me mira como se mira a un perchero. Ella toma la tarjeta y la pasa por el lector electrónico sin ningún cuidado, luego me la devuelve junto con el ticket y retorna a su original postura de aburrimiento e insatisfacción.

   - Chau – digo, porque yo fui criado a la antigua y saludo.

   El botón verde del control remoto destraba todos los sistemas del auto y se abre la puerta con un leve zumbido de motor eléctrico. Me siento pesadamente en la butaca; ¡al fin! Aquí arriba sí estoy cómodo, a pesar de que el coche tiene una forma de huevo que al principio hasta dudé que alguien pudiera caber de alguna manera en él. Tiro el bastón en las butacas traseras y pongo el motor en marcha, que despierta con sus suaves vibraciones eléctricas. En la consola acciono la palanca del piloto automático y con un solo botón de la memoria, ingreso en la computadora el recorrido a casa. Hago girar la butaca hacia el lado derecho, ya que no me hace falta mirar el camino  porque no soy yo quien va a manejar, y me olvido del asunto. Mientras siento como se infla el colchón de aire y el auto se eleva unos centímetros, tomo el diario que como un idiota olvidé en la guantera y me dejó sin lectura durante el viaje en tren.

   “POR FIN. DESPUES DE CINCUENTA AÑOS, EL CONGRESO VETÓ LAS VIEJAS LEYES DE HIDROCARBUROS”.

   Este país siempre igual. Medio siglo pasó de la crisis petrolera del ‘20, y recién están anulando aquellas antiguas leyes de la época en que había nafta.

   “SE ANUNCIA PARA HOY LA SEGUNDA LLUVIA ACIDA DEL MES”.

   Sin palabras.

   El coche salió del estacionamiento y tomó por la calle subterránea Madre Teresa, que corre por debajo de Salta. Enciendo la luz de la cabina para poder leer mejor, porque por ese camino no hay nada mejor para entretenerse más que la monótona seguidilla de carteles luminosos con las publicidades de siempre. Las conozco a todas. Electrodomésticos robotizados, trajes de neoprene, comida comprimida y gaseosas varias. Algunos autos pasan en sentido contrario zumbando como avispas furiosas, los que obviamente también, como el mío, son de los “computarizados”. Solamente este tipo de autos puede andar por el centro de la ciudad, por seguridad.

   “LA NASA VUELVE A RETRASAR DESPEGUE DEL PRIMER COHETE ARGENTINO”.

   El sistema de guía lleva al coche hasta la salida a la superficie, mientras en colores vivos aparecen los planos de la ciudad en la pantalla del tablero. Si no fuera por la red de guía de la ciudad, el tráfico sería un caos de más de siete millones de vehículos.

   Siguiendo un camino que la red ya le ha trazado, mi auto, entre tantos otros que también viajan seguros al estar conducidos por el computador central de tráfico, toma la 9 de Julio hacia el río. Igual que casi todo el microcentro y algunas otras avenidas como Córdoba, Corrientes, Callao y zonas como La Recoleta y Congreso, la avenida más ancha del mundo está techada en su totalidad. Tendré que esperar a llegar al obelisco, donde un hueco en el techo deja salir al aire libre la mitad del tradicional monumento, para ver si ya llueve. Hay muchos coches. A pesar de que todos son computarizados y van manejados por un cerebro electrónico como hace años eran decididas las luces de los semáforos, la ciudad está sobrecargada como siempre y no nos movemos más que a treinta kilómetros por hora. Ya llueve; el obelisco está mojado y su pintura celeste anticorrosiva se manchó con las gruesas gotas amarronadas de la lluvia ácida. Cruzo Corrientes a paso de hombre, con dos mil personas apiñadas esperando en la vereda para cruzar también.

   “LOS JAPONESES COMPRARÁN ONCE MIL CABEZAS DE GANADO”.

   Lástima que los dueños de esas vacas no son de aquí, y las ganancias van a ir a parar a sus arcas en otros países. Recién en diez años caducarán las últimas licencias de comercialización otorgadas a principio de siglo, que convirtió a un grupo de “ladrones” en absolutos monopolistas de la carne argentina.

   El auto se detiene en Córdoba para dejar pasar a la marea de coches que viajan por esa avenida. Un chico de unos cinco años y cabellos colorados me mira desde otro auto sin que su madre, ocupada en maquillarse, le preste atención. Yo lo saludo con mi mano mecánica y él contesta con una de sus regordetas manitas de carne y hueso. A la mano, junto con mi cadera completa que ahora es suplantada por una de teflón, las perdí en el accidente. El auto comienza a moverse nuevamente, pero como mi carril está un poco más despejado me alejo del niño pelirrojo y su madre que ahora se acomoda el vestido transparente de polietileno. Dejo el diario a un lado y marco el número de mi hija en el teléfono. Suena dos veces y un instante después, su voz suena fuerte y clara en los parlantes del sistema de audio.

   - Hola.

   - Hola, soy yo. ¿Conectamos el video?

   - Bueno. – Oprimo el botón y un segundo después aparece el rostro de Lorena en la pantalla. Del otro lado, mi hija hace lo mismo en su aparto y mi cara arrugada aparece en el visor. – Me imagino que venís en piloto automático, ¿no?

   - Claro. Soy viejo pero no loco. – Esto de los autos computarizados sí que fue un verdadero avance cuando salieron, allá en la década del cuarenta. Nadie podía concebir, en épocas de mi padre, que un viejo decrépito de ochenta y nueve años como yo podría andar solo en coche.

   - ¿Por dónde estás?

   - Saliendo de la 9 de Julio. – Las pesadas gotas sucias de la lluvia empaparon los cristales en unos segundos cuando salí del techo de la avenida. Incrementando la velocidad, el auto sube a la Autopista Alta, que viaja diecisiete metros por arriba de la Costanera hacia la General Paz.

   - ¿Y qué tal estuvo el viaje?

   - Muy bien, pero hablamos de eso cuando llegue.

   - Bueno, te espero con algo para comer.

   - Excelente, hasta pronto.

   - Chau.

   A mi derecha la Aeroisla, que dejó de ser aeropuerto diez años atrás, ilumina el río oscuro y casi viscoso con las luces de su parque de diversiones. La semana que viene voy a traer a mi nieto. Vuelvo a tomar el diario.

   “LOS PASAJES DEL SUBMARINO A ISLAS MALVINAS AUMENTARÁN UN 5 % LA SEMANA PRÓXIMA”.

   Suerte que no voy a ir allá. Aunque sea la zona turística de moda, hace mucho frío para mí.

   El velocímetro trepa a ciento veinticinco cuando abordamos la Panamericana por los carriles superiores, donde solamente viajan los autos computarizados. En el nivel de abajo van los otros. Pongo música – unos lindos tangos -, recuesto el asiento y cierro los ojos. En veinte minutos llegaré a casa para cenar; ¿qué otra cosa mejor puede esperar, a esta altura de los acontecimientos, un viejo como yo?

EL VILLANO

                                                                          Claudio Centurión

  El viento golpea insistente mi cara como si supiera que yo soy el villano. En la terraza del edificio más alto de la ciudad veo asomarse parsimoniosamente al sol, que tiñe de malva al cielo impoluto y de rosado al río vasto y barroso. Mi capa negra como la noche ondea nerviosa pero yo estoy tranquilo.

   Hace horas ya que aguardo a mi enemigo, y mientras tanto observo a mis pies la ciudad que despierta con pereza. ¿Por qué iba yo a querer destruirla como dicen en los diarios? En realidad yo amo a esta ciudad. Aquí es donde están los grandes bancos llenos del precioso dinero, las joyerías, los mejores automóviles; todo lo que yo deseo. ¿Por qué iba yo a pretender destruir esta ciudad? Esas son las cosas que “él” quiere que la gente crea.

   Mi mano enguantada acaricia el metal ahora frío del cañón antiaéreo que trabajosamente instalé en la terraza. Pronto comenzará su tarea y tengo la sensación de que está más nervioso que yo, como la capa. Ya sé que no es mucho el daño que le causaré, pero me gusta molestarlo con cosas como esta.

   Es cierto que aprender que “él” es inmune a las balas, al fuego, a los golpes y a casi todo lo demás me costó varias aporreadas y encierros en prisión de su parte. Así supe que ni siquiera es de este planeta, lo cual además explica su visión de rayos y su habilidad para volar más rápido que un avión. ¿Se lo imaginan? Todavía no sé por qué las masas lo idolatran de esa manera. Tiene el poder y la capacidad de destrucción de un arsenal nuclear. ¿Qué pasaría si un día se despierta de mal humor y decide volar hasta la luna y moverla de su lugar? ¿O si se le antoja provocar un maremoto soplando sobre alguna costa poblada? ¿Cómo sabemos si ya no lo hizo? No creo que sea sano confiar en alguien que ni siquiera es de nuestra especie, y que además puede aniquilarnos masivamente sólo con mirarnos fuerte.

   El sistema de GPS de mi computadora portátil me avisa con una alarma que al fin ya está llegando. Lo veo en la pantalla como un intermitente punto rojo que se acerca con alucinante rapidez, como un misil, y me preparo a recibirlo. Me afirmo bien tras mi cañonera y sonriendo – todavía no sé por qué esto me causa gracia; tal vez porque esa es mi naturaleza y nada más – dirijo el arma hacia el norte. En la mira de alto alcance lo veo con su brillante traje rojo y azul volando hacia mí, con esa gallarda posición con la que suele aparecer en la televisión. ¡Presumido!

   Soltando una carcajada – que tampoco sé a qué se debe – oprimo el gatillo y la poderosa arma comienza a detonar ruidosamente, haciéndome recordar que olvidé los protectores auditivos en el auto, cuarenta y cinco pisos más abajo. Las balas trazantes salen al encuentro de mi némesis y estallan salpicando esquirlas y metralla contra su cuerpo de acero. Lo veo haciendo piruetas en el cielo molesto con mi recibimiento, y ahora sí sonrío con satisfacción.

   Después de dar algunas vueltas contra el firmamento entre explosiones, chispazos y nubes de pólvora, aquel falso dios moderno se lanza en picada contra mí a velocidad brutal. De sus ojos enfurecidos salen las dos saetas rojas que con terrible facilidad cortan el metal de mi ametralladora gigante como si fuera manteca. Salté del asiento justo antes de que los rayos me corten al medio también a mí, y apenas me puse de pie ya lo tuve parado a mi lado, con los brazos gruesos como troncos en jarra sobre las caderas.

   - Aquí se acaban tus fechorías, Mefistófeles. Hoy la justicia ha vuelto a triunfar sobre la maldad y…

   - Sí, claro. – De un bolsillo saco la pequeña bomba de humo de fósforo que ya tenía preparada y la hago estallar a sus pies de relucientes botas rojas. El enorme hombre encapotado y de pecho poderoso – si es que en realidad se trata de un hombre – desaparece en la nube blanca y sin perder tiempo me pongo el visor infrarrojo.

   - Sabes que esto es inútil, villano. Puedo encontrarte igual con mi vista de alta frecuencia.

   - Así lo pensé.

   Ni bien noto que sus ojos relampaguearon ampliando el espectro de luz que pueden recibir hasta que es capaz de ver en medio del humo como si estuviera bajo los rayos del sol de primavera, le apunto con la lámpara halógena que compré a buen precio en el supermercado y la enciendo. Lo escucho gritar cuando quedó enceguecido por el extremo caudal de luz que recibieron sus ojos extraterrestres, y mientras el viento disipa el humo me acerco más al ídolo caído.

   - ¿Sabes algo? – Me siento a su lado viéndolo retorcerse, sobre un trozo de mi destruida ametralladora anti aviones. – Estando en prisión tuve mucho tiempo para estudiarte, y entre otras cosas me pregunté por qué nunca nadie te ha visto comer. Entonces, por simple deducción, supuse que aquí debería haber cosas que te serían nocivas. ¿Reconoces esto?

   Le muestro, mientras lentamente recupera la vista, una simple botella plástica de vinagre de alcohol.

   - Hace dos años – continúo diciéndole mientras destapo la botella. – Al igual que todo el mundo te vi por la televisión cuando presto como un “boy scout” llegaste al gran incendio de la planta de Ramos Mejía; y luego giraste en redondo para partir raudamente sin siquiera haber intentado apagar aquel fuego voraz. Como todos también me pregunté por qué, hasta que averigüé cuál era el producto que se fabricaba en la planta. Era vinagre.

   Su rostro se transforma por el espanto.

   - Admito que tardé un poco en comprenderlo, pero si no me equivoco, este simple producto que nosotros consumimos con la ensalada es un poderoso veneno para ti.

   Tal como me lo esperaba, mi archienemigo comienza a convulsionar y a gritar como una babosa en el desierto cuando le arrojo el vinagre sobre el cuerpo. Un vampiro bajo el sol del trópico hubiera hecho menos escándalo. ¡Al fin lo tengo a mis pies!

   Entonces llegó la enorme nave.

   Era negra, reluciente, y con forma de una furibunda ave de rapiña. Con zumbidos de potentes turbinas se acercó hasta la terraza. De la panza de la nave, que ahora flotaba sobre nuestras cabezas proyectando una sombra malévola, se abrió una compuerta y de ella se descolgó una escalerilla por la que bajó un extraño personaje.

   Ni bien estuvo a nuestro lado, el hombre de intimidante traje gris y mirada preocupante comenzó a sonreír y a aplaudir complacido.

   - Felicitaciones, desconocido colega – me dijo. – Tantos años intentando destruir a este exasperante superhéroe con la más avanzada tecnología que el dinero puede comprar, y resulta que fue derrotado y capturado por un humilde villano del tercer mundo. ¡Tu nombre será recordado por todos los perversos del universo!

   Sin que lo note, escondí la botella de vinagre bajo mi capa.

   - Ahora dime, ¿cómo lo hiciste? ¿Cuál es su debilidad?

   - Fue un golpe de suerte. Lo estudiaré por algunos días y luego le paso mis impresiones por e-mail, si quiere.

   - Me temo que eso no podrá ser, mi abyecto amigo. Me lo llevaré ahora mismo para destruirlo y que el mundo se libere al fin de él.

   - Ah, no; colega. Este pajarraco es mío. ¡Yo lo cacé!

   - Claro que no. Ahora es mío, y de todos los malvados del planeta. – Con rapidez (creo que ya lo tenía todo planeado) extrajo de un estuche de su cinturón una aparatosa pistola de aspecto estrafalario. – No me obligues a desintegrarte aquí mismo.

   - Bueno. Lléveselo si tanto lo quiere.

   Mi “colega” cargó al héroe que yo había derribado y oprimiendo un botón de su cinturón, la escalerilla comenzó a elevarse llevándolos hacia el interior de la tenebrosa ave de metal. Cuando la compuerta por la que desaparecieron se cerró, las turbinas de la nave volvieron a bramar y con lentitud comenzó a alejarse de la terraza.

   - Esperemos que el vinagre se evapore pronto con el fuego, o esto te va a doler. – Sin perder tiempo tomé la bazuca que tenía armada a un costado y que era mi “Plan B” en caso de que lo del condimento no funcionara, apunté y oprimí el gatillo.

   Y ahora sí, con un placer que no puedo disimular, veo cómo el pequeño pero efectivo cohete sale dejando una estela de humo blanco y guiado por el calor de las turbinas va derecho hacia la nave de aquel engreído villano. La explosión es monumental.

   De la infernal bola de fuego, junto a carbonizados restos del pájaro de metal que salen expelidos en todas direcciones, lo veo a “él” y su indestructible cuerpo de acero también salir expulsado hacia el horizonte por el ruidoso estallido que más abajo, atrae la atención de todos los transeúntes que comenzaban a pulular en la ciudad.

   Disipado el efecto del vinagre por el fuego y el sol, observo al héroe recuperar su poder en el aire y salir volando otra vez hacia el norte, desde donde creo que nunca más volverá por estos lados.

 

 

Hay veces en que me pregunto por qué me gusta tanto escribir, si después, cuando veo lo que escribí, me parece una cagada, un enchastre. ¿Existe el onanismo textual?

   Es extraño cómo la vida no quiere ser perfecta. Ponemos en ella nuestros sueños, todo lo que somos, y nos entregamos completos porque eso es lo que nuestros sentimientos desean. A veces perseguimos a nuestros propios anhelos sin importarnos nada más, porque eso es lo que la vida nos pide constantemente, y perdemos la apuesta. Porque la vida no quiere ser perfecta. Un día nos encontramos con la cara frente al sol de primavera, y al otro hundidos en la escarcha del invierno del corazón, que de golpe se encuentra roto sin que sepamos bien qué lo golpeó. Y así tratamos de seguir, intentando juntar los pedazos en los que nos convertimos al derrumbarnos aunque sabemos que se nos caen de las manos, de los bolsillos, de donde tratemos de esconderlos para que nadie los vea así de descarnados como están. Tal vez la vida es simplemente eso, entusiasmarnos con ilusiones, jugarnos para perder, acercarnos a la llama para que nos conviertan en cenizas, como le pasa a las polillas. Y uno se pregunta cuántos de los rostros que ve en la multitud también esconden sus pedazos para que no se sepa de ellos.

   Por ahí seremos solamente eso, un corazón roto sin rumbo que necesita encerrarse en piedra para esconder sus jirones; para evitar el destello de miradas que lo seguirán quemando, para que nadie vea sus miserias, ni que la vida no quiere ser perfecta para él. 

   FRAGMENTO

   Y así me caí en la oscuridad, como el ángel descarriado que perdió sus alas de viento. Fue un descenso frío y signado por la ceguera que al fin convierte en roca a los corazones. Pero entonces, cuando ya parecía no haber redención, fui rescatado. 

   Amo a mi panadera. Es un sentimiento que descubrí no hace mucho. La verdad es que ni sé cómo se llama, y creo firmemente que tampoco me importa. Lo que sé con certeza es que la panadería El Sol está en mi barrio desde hace unos cincuenta años década más o década menos, y que antes de mi panadera, quien la atendía era su mamá. Tengo el recuerdo de chico de haber visto a la señora rolliza y de buen humor traquetear detrás de los mostradores de madera y vitrinas de cristal biselado – como los que ya no se hacen – despachando el pan que todas las mañanas horneaba su familia. Había toda clase de panes: flautitas, miñoncitos, baguettes, barras, bollos, chapatas y también bizcochos, facturas en todos sus tipos, libritos y cuernitos. El aroma a pan recién salido del horno que reinaba en el local de piso eternamente encerado era legendario.  

   Pero el tiempo pasó, la señora falleció en algún momento de todos esos años y fue la hija – mi panadera – quien se hizo cargo del negocio familiar. La panadería El Sol ya no brilla con la gloria de los tiempos de la señora rolliza y conversadora y poco a poco, lenta pero inexorablemente, su esplendor se fue extinguiendo como la luz de un ocaso triste hasta quedar convertida en una humilde panadería de barrio, casi siempre solitaria y oscura. Tras el mostrador quedó la hija, que con el tiempo también fue envejeciendo y engordando hasta tener un tamaño intimidante. Siempre está detrás del mostrador, sentada o tal vez parada pero como parece ser de baja estatura no se sabe. No le gusta hablar, ni canturrear como su mamá; tampoco es afecta a traquetear de un lado al otro de la panadería. En definitiva, es una sombra gruesa y grisácea que simplemente permanece detrás de los mostradores de madera y vidrio biselado que supieron conocer tiempos mejores.  

   Y por eso la amo. Como desde hace un tiempo parece que los años también están operando algunos cambios nefastos en mi humanidad, los fines de semana me levanto temprano como un jubilado y camino alegremente a la panadería El Sol. Jamás iría a otra.

   Al entrar al local, siempre vacío de clientes y ya sin ese aroma tentador del pan recién salido del horno y mucho menos del de la cera de lustrar, no nos saludamos. Yo no la saludo y ella no parece tener ni el más mínimo interés tampoco en hacerlo. Siempre pido lo mismo, así que aspiro a algún día ni siquiera tener que hacer eso. “Un cuarto de libritos”, digo. Ella no dice nada y pesa un cuarto de libritos. Como yo ya sé que cuestan cinco pesos porque me lo dijo las dos primeras veces, le tiendo el billete contra la bolsita de los libritos de grasa, ella lo agarra y como no me dice nada, me voy.

   El trámite es corto, simple y sin complicaciones. No hay que preguntarse por el estado de salud, comentar sobre los caprichos del tiempo ni intercambiar información personal sobre los vecinos. Amo a mi panadera, y espero que esta relación dure muchos años más. 

   Ayer lavé el auto. Como la gran mayoría de los padres de familia de la clase media nacional, me esmeré en esta noble tarea como un verdadero artesano de la esponja, la rejilla y la franela anaranjada. Con orgullo casi hedonista, contemplé satisfecho bajo los rayos del sol sabatino el brillo diáfano de la pintura encerada, los apliques plásticos de renovado negro azabache, los cristales impolutos y las cubiertas rejuvenecidas como si recién hubiesen salido de la gomería. También me causó un éxtasis rayano con lo místico el interior de la cabina impecable y perfumado, como si se tratara de una dama de alta alcurnia.

   Después de dos horas de arduo trabajo, la obra al fin fue concluida. Con las articulaciones rechinando, la ropa mojada y los pies embarrados, contemplé el coche ahora despampanante prácticamente con ojos de madre, como seguramente le suele suceder a cientos de miles de hombres que lavan sus autos alrededor de todo el mundo.

   Pero como yo, todos ellos saben positivamente que – como mucho – la limpieza del auto no suele alcanzar ni siquiera los cuatro días de duración. Siempre hay una lluvia imprevista, un ventarrón con tierra, un malintencionado que salpica en las cunetas, o un pasajero con el calzado embadurnado con cualquier porquería de esas que insisten en quedar sobre las alfombras y los tapizados. Siempre fue así, desde el principio de los tiempos.

   Entonces surge la pregunta del millón. ¿Por qué continuamos haciéndolo? Al fin y al cabo, lavar el auto es una tarea tan inútil como agotadora, con un resultado tan fugaz como un estornudo. ¿Por qué continuamos haciéndolo? En los años veinte lo hizo el dueño de un Ford T negro, en los cincuenta el de un Oldsmobile celeste, en los setenta el de un Rambler verde oliva, en los noventa el dueño de un Renault 12 blanco y hoy el de una Amarok gris metalizado; todos ellos con el mismo sentimiento de satisfacción personal como si hubiesen construido una pirámide de piedra que permanecerá siglos y siglos en pie.

   Y ninguno nos preguntamos por qué seguimos haciéndolo. O si lo hacemos desechamos esa duda pagana de nuestras cabezas pseudo burguesas rápidamente, porque no sólo es el lavado del vehículo sino prácticamente todo lo que hacemos lo que es efímero, y pensar mucho en esa idea asusta… y mucho.  

FRAGMENTO

   Del otro lado del comedor, entre los almohadones de plumas y un pequeño perro de peluche en el regazo, Christian miraba aparentemente impávido el ataque del que era presa la mujer de los cabellos de oro. Siempre supo que el hombrecillo tenía intenciones malévolas, y aunque nunca vivió en el mundo de los humanos, se daba cuenta de que aquél estaba lastimando a la mujer que él amaba, o lo que fuera eso que él sentía por ella. Había llegado el momento de demostrarle que estaba agradecido, de devolverle las atenciones y el cariño que de ella había recibido. E iba a hacerlo ahora.

   La aterrorizada mujer intentó ponerse de pie enseguida, pero de un salto que parecía imposible que él pudiera ejecutar, su atacante la aprisionó de espaldas como estaba contra el suelo. Amarrada por la bestia que la sujetaba sosteniendo sus muñecas contra el piso frío, Reina vio desbordada de pánico los ojos inyectados de sangre de Quirquincho, que no dejaba de jadear sibilante y de cuya boca de ardilla chorreaba un maloliente hilo de baba espesa. Lanzó un grito de auxilio, que quedó trunco cuando él la golpeó con su puño cerrado en la mandíbula. Flotando en una adormecedora nebulosa, Reina sintió que una de las garras de su leñador le rasgó el vestido dejando su cuerpo desnudo. Sus manos roñosas y transpiradas comenzaron a tocarla desesperadas y con violencia, pero el retardado hombre de la leña se detuvo en seco. Había presentido que algo raro flotaba en el ambiente, algo malo. Elevó su hocico babeante y los ojillos se le desorbitaron temerosos al encontrar la mirada glacialmente brillosa del ojo de Christian. Supo enseguida que era éste quien lo atosigaba, quien intentaba apabullarlo y dominarlo.

   El golpe vino inmediatamente, sin hacerse esperar, como un cañonazo. Quirquincho salió disparado hacia atrás de sobre su víctima y dio de lleno contra la madera dura de la puerta de entrada. Su cuerpo maltrecho y torcido sonó como si fuera una bolsa llena de piedras y cayó al suelo. Christian estaba furioso. Nadie iba a hacerle daño a ella, su ángel protector. La osadía de aquel ser tan bajo y despreciable (más que él mismo) debía ser castigada. Y así lo hizo. Había aprendido, gracias a su experiencia con su vecina, que los objetos de metal herían, cortaban y se hundían en la carne provocando una gran incomodidad. O eso era al menos lo que dejó ver doña Filomena al abrir la boca bien grande para gritar.

   Haciendo equilibrio en la cuerda floja de la inconsciencia, Reina vislumbró la figura contrahecha de Quirquincho que ahora intentaba pararse, y luego que todo el comedor de su casa era un caos sin pie ni cabeza. Sobre ella, muy cerca del techo, un remolino imposible mantenía decenas de cosas en el aire girando a velocidad vertiginosa. Reconoció varias de sus ollas, el mantel que le regaló su mamá, el florero que estuvo sobre él en la mesa, los cuadros, las copas; todo volando en circulos. Estaba delirando... pero no estaba delirando. Era el tremendo poder desatado por su hijo inválido lo que movía todo aquello, y entre las cosas que volaban sobre su cabeza también estaba la cuchilla de la cocina, ese que sólo usaba Arturo porque ella le tenía miedo.

   Quirquincho apenas tuvo tiempo de gritar y nada más, viendo azorado cómo una saeta oscura atravesaba el demencial remolino de cosas hacia él. El cuchillo llegó con el ímpetu de un relámpago y tras penetrar en su pecho de gorrión, se clavó en la puerta asegurándolo contra ella como se asegura a una mariposa en una colección. Reina lo vio todo como en una pesadilla y gritó. Antes de perder el conocimiento, vio que el cadáver de Quirquincho aún se estremecía colgado de la puerta y con un mango de madera oscura brotándole del tórax.

   La noche de nuestro baile de egresados, cuando ya estaba promediando la velada, a mi amigo Roberto lo atacaron unas irredimibles ganas de cagar; pero la efervescencia de la cerveza ingerida y la de las hormonas adolescentes decretaron que la posibilidad de dar por terminada la velada para defecar era impensable. Además, la urgencia repentina no admitía tampoco el tiempo necesario para salir y esperar un colectivo 740 que lo llevara hasta Los Polvorines, que era donde vivía por aquella época.

   Como en los baños del colegio – porque el baile se hizo en el patio del mismo – no existían los bidés (apenas había unas inquietantes letrinas que salpicaban alegremente cuando se tiraba la cadena) y el papel higiénico era un lujo inadmisible, tuvo que recurrir a lo único que tenía a mano en ese momento. Un billete de cinco australes.

   Por suerte, mi amigo tuvo la inesperada lucidez para, en los agónicos instantes anteriores a la incontinencia absoluta, pedir entre sus compañeros y camaradas cambio de cinco. Después de ir de cuerpo como Dios manda, usó para limpiarse cuatro billetes de un austral y encima le sobró uno.

   Después dicen que uno nunca aplica en la vida real los conocimientos adquiridos al recibirse de perito mercantil.

VOCES

  • Hacélo, Juan.
  • Yo creo que no tendrías ni que pensarlo; es una locura.
  • No sé, estoy indeciso.
  • ¡Vamos, no seas cobarde!.
  • Acordáte, Juan, que no hacerlo no es un signo de cobardía, sino de autocontrol y valor.
  • Patrañas, Juan. No le hagas caso a esa gallina.
  • Tengo ganas de hacerlo, pero no sé...
  • Pensá cuanta gente va a sufrir por tu acción.
  • No pasa nada, Juancito. Hacélo y listo.
  • No sé, yo...
  • ¡Es una locura!.
  • ¡Que locura ni locura, vas a ver cómo nos vamos a divertir!.
  • Sí; divertido me parece que va a ser.
  • ¡¿Cómo pueden pensar que semejante cosa va a ser divertida?!
  • Sí, Juan; pensá que vamos a cantar y a bailar alrededor de la fogata.
  • Sí, me gusta eso.
  • No, Juan. Te pido que por favor lo pienses bien. Muchos van a morir.
  • A nadie le importa, Juan. Hay tanta gente que se muere sin que a nadie se le mueva un pelo...
  • Eso es cierto, posiblemente a nadie le importe.
  • Siempre hay alguien a quien le importa.
  •  Pobre... ¡qué iluso! Hacélo, Juan, hacélo.
  • No, por favor.
  • ¡Que lo haga, que lo haga!.
  • No, Juan.
  • ¡Que lo haga, que lo haga!.
  •  Está bien, yo lo hago y listo.
  • ¡No!.
  • ¡Que lo haga, que lo haga!.
  • Sí, lo hago.

   Y así, aturdido por las voces que martillaban su cabeza, Juan encendió el fósforo y sin pensarlo más, prendió fuego al querosén con que roció su habitación del hospital.

A esto lo escribí cuando era muy muy joven, y enamoradizo.  ¡Pobrecito!

PARA ALEJANDRA

   Hechos con la miel amarga que emborracha la razón,

brillan con el fuego eterno del jade.

   A veces verdes como el mar sereno

que se agita tumultuoso en lo profundo,

poblado de sensuales sirenas

que seducen con sus irresistibles cantares.

   Y así una vez, como el incauto marinero,

una parte de mí se perdió en tus ojos, 

que a pesar del claro tono

no me ofrecen esperanza de escapar a esta condena,

ni de disfrutarla...

 

EN EL PUENTE

                                                                                                                   Claudio Centurión

   Allí está otra vez, como siempre, el hombre acodado en el puente mirando el paisaje marino. Su mirada taciturna se pierde en imaginarios viajes imposibles, porque sabe que él nunca se irá tras esos navíos con los que sueña su sueño sin fin. Sólo piensa en eso. Ya no recuerda cuándo ni cómo abandonó el mundo para ser eso que era ahora, ni que ya no pertenece a ningún tiempo ni a ningún espacio. Apenas si sabe cómo se había llamado por el ajado documento de su cartera, pero ya no tiene memoria de nada más. Únicamente piensa en sus naves de ensueño que siempre parten dejándolo allí, en el puente, porque ese es su destino de fantasma condenado.

FRAGMENTO

- La verdad, Colo – prácticamente rugió el conductor, que trataba de mantener el control del vehículo dando volantazos de un lado para el otro – es que prefiero ser pobre y vivir en un barrio común como el mío, de callecitas asfaltadas, y no tener toda la plata del país como tus amigos cogotudos y comprarme una casa acá, en el medio de este chiquero.

   Pegada a él, sosteniéndose de uno de sus brazos y del tablero de la camioneta, Déborah Fletcher hacía equilibrio tratando de mantener una postura más o menos estable frente a los barquinazos que daba el vehículo. Su sensual minifalda se había subido más de lo normal dejándole ver a él sus hermosas piernas enfundadas en medias de red, pero ahora él ya no las miraba. Sólo se esforzaba por tratar de ver el camino que se escondía tras la pesada cortina de agua, que los limpiaparabrisas no daban abasto para quitar del cristal delantero.

   - No seas tan vulgar, Néstor. Esta zona es de lo más selecta. ¡Ya vas a ver qué casa!

FRAGMENTO
El malón de pampas llegó como una verdadera tromba. Habían cruzado la línea de fortines sin ser vistos durante la madrugada y sin más, arrasaron con Punta Azul. Los pocos hombres que había disponibles en el pueblo no fueron suficientes, y todos ellos, incluido el padre de Mary, perecieron impotentes ante las inmisericordiosas lanzas de cuatro metros de largo de los indios saqueadores. En medio del fragor de aquella matanza, envuelta en polvo y sangre, Mary corrió hacia ningún lado huyendo de la muerte. Se sintió alzada del suelo con violencia y antes de comprender lo que le sucedía, ya volaba sobre un caballo hacia la pampa desnuda. Ese momento fue la muerte misma. Todo acababa allí, cautiva de un salvaje que la destriparía a lanzazos como tantas veces había oído contar. Entonces gritó, lloró, pataleó y se sintió asqueada por el olor de su feroz captor y su no menos fiera cabalgadura.

FRAGMENTO

Y precisamente es con este buen señor, tu tatarabuelo Arcángel Ramírez, con quien nos vamos a quedar. Parece que era un hombre de carácter fuerte, más bien poco flexible y bastante decidido. Sus características físicas, heredadas del padre ahora desconocido, eran la piel blanca y los ojos claros, que seguramente lo distinguían del resto de sus vecinos, grupo mayormente integrado por descendientes de matacos, criollos del antiguo linaje de los fundadores de la primera ciudad del país y sirios-libaneses, la colonia extranjera más numerosa asentada en la provincia. Peón de campo también, y según parece, algo “ladino”, Arcángel fue un día a parar a una cacharpaya, celebración festiva de las comunidades aborígenes de la zona, y pues bien, ahí conoció a una joven toba llamada Telésfora Tolosa. Telésfora había vivido hasta entonces en una toldería con su gente; era delgada, alta – bastante más que su enamorado – y de piel cobriza, tono dado por la raza y por el sol de los montes y las salinas.

   La tradición dice que el arrojo, la insensatez y la conocida irreflexibilidad del joven Arcángel al fin hicieron de las suyas y así, sin decir “agua va”, cargó a la chica en su caballo y la raptó. Pero...

   Raptar: sacar de su casa a una mujer con engaño o violencia – dice el diccionario (¿ya te dije que los ángeles leemos bastante?), y sin embargo parece que no hizo falta que nadie engañara a Telésfora para que se subiera al caballo de Arcángel, y mucho menos que la violentaran.

Espero que les guste.

 

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EL MIEDO

   Es difícil ser un chico de ocho años, hijo único, asmático crónico como el doctor le dijo a mamá y quedarse solo en la enorme y silenciosa casa centenaria de los abuelos. Peor es recorrerla aunque me dijeron que no me moviera de frente al televisor, mientras se iban todos por esa emergencia que tuvo el abuelo y de la que no me dieron detalle.

   Rodeada de jardines interminables, semioscurecida por las inmóviles arboledas y alejada de la ruta, la casona de parquets rechinantes y escalones gastados que crujían bajo mis zapatillas de repente se convirtió en un lugar distinto que yo no acertaba a reconocer, a pesar de que siempre había visitado a mis abuelos, verano tras verano. El aire de la sala pareció espesarse invadiendo también la cocina y el comedor en donde yo estaba, y un silencio oscuro como las sombras del atardecer bajó lentamente del piso de arriba tapando las voces del televisor. Súbitamente temeroso, con las manos transpiradas, los ojos inundados y el corazón desbocándose encendí la luz que me rescató momentáneamente de aquel espanto; pero más allá del comedor la negrura continuaba extendiéndose como un monstruo amorfo y corrí a encender la araña de ocho lámparas que lo mató provisoriamente. Con la luz falsa de la araña, todas las ventanas de vidrios fríos que daban al exterior se tornaron negras, y yo las recorrí una a una lo más rápido que mis piernas temblorosas me pudieron llevar cerrando sus cortinas. La falta de aire pronto me impidió respirar correctamente, y mi pecho comenzó a cerrarse inexorable presa del asma consumiéndose con ese fuego abrasador que incinera los pulmones faltos de oxígeno. Mientras, intentaba correr a la cocina para encender también la luz que me protegería de cualquiera de los seres terribles que me acechaban en la oscuridad.

   No me animé a subir las escaleras. Todo arriba era frío, lobreguez y silencio de cementerio, cruzado de vez en vez por invisibles pisadas en el suelo de madera. Quise gritar y no pude; quería respirar y no tenía aire disponible; quería correr y me quedé paralizado. El espanto de aquel lugar solitario en donde me habían abandonado se cernía sobre mí que estaba solo e indefenso, sin nadie que me protegiera de los terribles monstruos que de a montones asaltaban la casa. Ya golpeaban las paredes, las puertas y las ventanas con sus garras grotescas y afiladas intentando entrar, mientras decenas de ellos corrían aullando por las habitaciones del piso superior preparándose a bajar. Me aferré de una gigantesca silla de madera que jamás podría siquiera mover para defenderme, y lancé un grito angustioso, terrible, cuando al fin consiguieron abrir la puerta.

   Más tarde, al reponerme del desmayo, supe que mis padres habían llegado.

    

FRAGMENTO

El tozudo vasco abuelo de quien me contó esta historia, azuzó su caballo para salir al galope cuando vio por primera vez una movediza luz mala. El fantasmal ser en cuestión, que brillaba con una helada luz azulada en la oscura noche de los campos de Roque Pérez, salió de un podrido agujero en el tronco de una higuera muerta, y dio varias vueltas a su alrededor para luego desaparecer otra vez en el cadáver del árbol. Como el paso por cerca de la higuera era habitual y casi siempre de noche – había un subrepticio asunto de polleras de por medio – dos veces más tuvo el inmigrante apaisanado que huir de aquella enojadiza presencia, que daba vueltas en el aire y bailoteaba entre las patas del caballo provocándoles miedo tanto a la bestia como a su jinete. Hasta que una vez, encabronado del todo, el vasco decidió hacerle frente al fantasma y pelando el facón espoloneó al flete para lanzarse contra su resplandeciente atacante. Luego contó que entre gritos y relinchos le largó más de cien puñaladas mientras la luz volaba en caprichosos círculos a su alrededor, y se despertó al amanecer luego de que loco de pavor, su caballo lo estrelló contra la propia higuera hogar de la luz mala. Desde esa fatigosa noche, el fantasma no volvió a asaltarlo nunca más.